Las mujeres tocaban tambores y cantaban a un lado del Laberinto, el olor a incienso inundaba el lugar, el frío de febrero calaba hasta los huesos y la oscura noche se iluminaba con los cientos de velas del Laberinto. Fue un momento mágico. Jamás hubiese podido imaginar una forma más especial de entrar por primera vez en un Laberinto Sagrado.
Empecé a recorrerlo caminando a un ritmo pausado pero no excesivamente lento, con mucho cuidado de no quemar mi falda con las múltiples velas. Las primeras sensaciones no se hicieron esperar. A pesar de tener la referencia de las mujeres cantando, árboles, etc. llegó un momento en el que me empecé a sentir mareada y después mi cerebro entró en un estado de confusión, no sabía dónde estaba, dudaba de estar haciéndolo bien, estaba convencida de que me había equivocado de camino (aun siendo unidireccional), incluso empecé a ponerme nerviosa.
Pero de repente una voz en mi interior me decía con claridad “sigue el camino marcado, sigue el camino marcado”.
Algo dentro de mí sabía que no sólo se refería al camino del Laberinto, sino a mi vida, a mi propio camino.
Me relajé y entonces llegué al centro y después a la salida.
Ese Laberinto marcó un antes y un después en mi vida, salí pletórica, emocionada, flipando. “¡yo quiero uno en casa! Quiero mi propio Laberinto!” No veía la hora de poder tener uno.